lunes, 27 de septiembre de 2010

Demasiada democracia GABRIEL TORTELLA

http://www.elpais.com/articulo/opinion/Demasiada/democracia/elpporopi/20061120elpepiopi_5/Tes
TRIBUNA: GABRIEL TORTELLA
¿Demasiada democracia?
GABRIEL TORTELLA 20/11/2006



Es hoy casi un dogma que la democracia es el mejor sistema de gobierno que existe. El dogma es indiscutido en España, donde la larga dictadura de Franco confirió un aura de santidad al sistema político que tanto persiguió aquel régimen. Tanto es así que muchos lectores pueden quizá sentirse ofendidos por el simple título de este artículo. Sin embargo, los tabúes mentales y los dogmas no son prácticas recomendables en la búsqueda de la verdad. Y la verdad es que en esta cuestión las cosas son menos claras de lo que la mayoría piensa. He aquí el problema de la democracia.

La primera cuestión es: si el sistema es tan bueno, ¿cómo se entiende que: 1) se haya aplicado en un espacio de tiempo tan corto dentro de la historia; y 2) haya producido un número tan alto de fracasos? Vayamos por partes.
La democracia fue un invento de la Grecia clásica y se puso en práctica en los siglos V y IV a. C. Desde entonces hasta finales del siglo XIX d. C. no se volvió a instaurar, no porque no se conociera sino porque la gran mayoría la consideraba inviable. Había dos razones fundamentales para desconfiar de la democracia. En primer lugar, que el pueblo era demasiado ignorante para entender en cuestiones de gobierno. En segundo lugar, que la gran masa que no pagaba impuestos no estaba legitimada para intervenir en cómo se distribuían el gasto público y la carga tributaria. Por estas razones, incluso los revolucionarios que derribaron las monarquías absolutas en Inglaterra y en Francia, o que crearon un sistema republicano en América establecieron sistemas parlamentarios, pero no democráticos, es decir, donde sólo votaba una parte de la población. La extensión del sufragio fue llevándose a cabo gradualmente y sólo en el siglo XX se generalizó el sufragio universal, que es la esencia de la democracia.
El siglo XX fue testigo del triunfo de este sistema. Pero también lo fue de las dos guerras mundiales y de gobiernos de una crueldad inaudita, como los de Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot, Sadam Husein, Rafael Videla, Augusto Pinochet, Fidel Castro, etcétera. Se dirá que esas dictaduras no hicieron sino alimentar el anhelo de democracia, lo cual es verdad; pero es una verdad incompleta. Lo es, porque muchos dictadores del siglo XX fueron elegidos democráticamente, como Hitler, Mussolini, Dollfuss, Perón, Getulio Vargas, Fujimori, Milosevic, Hugo Banzer y tantos otros de difícil adscripción. Pero además de elegir dictadores, la democracia más de una vez simplemente ha elegido -y a menudo reelegido- presidentes y gobiernos desastrosos. Además de los anteriores, otros gobernantes quizá no tan crueles o dictatoriales han sido notoriamente corruptos o incompetentes (o las dos cosas), como Abdalá Bucaram (apodado el Loco) en Ecuador, Benazir Bhutto y Nawaz Sharif en Pakistán, Alan García en Perú (recientemente reelegido como mal menor, ha pedido perdón por los desastres de su pasado mandato), Arnoldo Alemán en Nicaragua, Mahmud Ahmadineyad en Irán, Kwame Nkruma en Ghana, Gnassingué Eyadema en Togo, o el tan reelegido Yassir Arafat en Palestina. Pero no se crea que en los países desarrollados los electores no han cometido errores garrafales: Richard Nixon en Estados Unidos fue reelegido por fuerte mayoría casi un año después de haberse descubierto que sus hombres habían asaltado el hotel Watergate. Los electores no se enteraron hasta mucho después; habían olvidado mucho antes los escándalos de Nixon cuando fue vicepresidente con Eisenhower. También olvidaron los electores franceses en 1981 el escándalo del fingido atentado a François Mitterrand que hizo desaparecer a éste de la escena política francesa por muchos años. Por último, los electores norteamericanos reeligieron decisivamente a George W. Bush en 2004 tras haberle dado en 2002 un claro mandato para invadir Irak, mandato que esos mismos electores acaban de revocar el pasado día 7. Los electores norteamericanos están ahora indignados de que Bush haya llevado a cabo la política que ellos votaron repetidamente.
Como señala en un libro reciente el escritor estadounidense Fayeed Zakaria (The Future of Freedom), los electores no sólo son inconsecuentes, sino que se muestran decepcionados por sus representantes y manifiestan más confianza en instituciones no electivas. En encuesta tras encuesta en los países desarrollados, el público declara confiar más en instituciones asistenciales, religiosas o, en los países monárquicos, la Monarquía, que en los partidos políticos o los parlamentos, que son las instituciones genuinamente democráticas. De un lado, esto es consecuencia de algo que ya demostró en su día Kenneth Arrow y que le valió el Premio Nobel: no hay coherencia en las decisiones colectivas. De otro lado, es necesario hacer una distinción en la que insiste Zakaria, ya advertida por el genio de John Stuart Mill y que le movió a escribir On Liberty: democracia y libertad no son sinónimos, y en muchas ocasiones son antagónicos.
El problema reside en la citada incoherencia colectiva. Los electores son objeto a menudo de aberraciones masivas cuando algún acontecimiento les produce miedo o inseguridad. Los alemanes votaron a Hitler ante el pavoroso aumento del desempleo a partir de 1930. En la España republicana, las elecciones produjeron tres vuelcos en cinco años. Estos bandazos democráticos trajeron una guerra mundial y una guerra civil. En Estados Unidos, los horrores del 11-S agitaron de tal modo al electorado estadounidense que lo arrojaron en los brazos de un presidente supuestamente firme y resuelto. En la España de hoy, el horror del 11-M produjo el conocido vuelco electoral. Bush y Zapatero deben sus triunfos electorales a reacciones populares simétricas de signo opuesto. Ante tal volubilidad, las instituciones que no se dejan influir por estos vaivenes porque no dependen del corto plazo electoral adquieren un merecido prestigio: monarcas, ciertos presidentes, bancos centrales, defensores del pueblo, fundaciones; o grandes estadistas que se mantienen firmes ante viento y marea, como Churchill ante el efímero apoyo popular al pacifismo de Chamberlain en Múnich. Por eso dice el tan citado Zakaria que "lo que se necesita en política hoy no es más democracia, sino menos". Es urgente buscar modos de fortalecer las instituciones ante los embates de la opinión y el oportunismo de los políticos. No es añoranza del autoritarismo: es rechazo a la demagogia.
Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá. Su último libro es Los orígenes del siglo XXI.


Crisis, ciclos e historia, de Gabriel Tortella en El País
Publicado en en 25 Septiembre, 2008
Para una persona con unos cuantos años encima y alguna lectura de Historia, la presente crisis tiene algo de monótono, de repetitivo, de déjà vu. Las crisis y los ciclos son, su nombre lo indica, recurrentes: aparecen periódicamente, cada cierto número de años.
Hay muchas teorías de por qué la economía crece de manera cíclica y no de manera continua; es decir, por qué, aunque la tendencia sea creciente, se producen altibajos periódicos.
Yo voy a proponer aquí una variante de las que se llaman “teorías psicológicas del ciclo”. Yo afirmo que las fluctuaciones económicas se deben a que la gente no sabe Historia; se trata de una variante del conocido aforismo de George Santayana, no por manido menos atinado: “Los que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”.
La mayor parte de los seres humanos se comporta como si el presente fuera a durar indefinidamente: más técnicamente, extrapolan el presente hacia el futuro. Las decisiones económicas se toman como si el futuro fuera a ser una simple continuación del presente, lo cual implica pensar que la economía va a evolucionar de manera continua y no cíclica. Y esto es, precisamente, lo que causa los ciclos: que no se cree que vayan a tener lugar. En economía a menudo las expectativas se cumplen por sí mismas. Pero en otros casos, como en éste, se produce el efecto contrario: las expectativas, a la larga, se tornan contra sí mismas. La razón es sencilla, y la historia está llena de ejemplos: si las acciones suben en Bolsa, los ahorradores suponen que las subidas van a continuar, y compran; las compras hacen subir las cotizaciones, por lo que las expectativas se cumplen y aumentan los ahorradores deseosos de comprar. Las cotizaciones siguen subiendo; pero llega un momento en que los dividendos resultan insignificantes ante el precio de las acciones: los ahorradores dejan de comprar y las cotizaciones caen. Los accionistas suponen que van a seguir cayendo, y venden, lo cual hace que, en efecto, sigan cayendo. Ya tenemos aquí un ciclo económico. Este ejemplo simplificadísimo se puede dar igualmente en el mercado inmobiliario, en el de las materias primas y hasta en el de las flores (es famosa la burbuja de los tulipanes en la Holanda del XVII). El fenómeno se viene dando desde tiempo inmemorial; ya en años bíblicos, el casto José interpretó el sueño de las vacas gordas y las vacas flacas del faraón como una premonición del inminente ciclo económico.
Resulta sorprendente, sin embargo, que personas que, si no la Biblia, sí debieran al menos conocer la historia reciente, se sorprendan ante la llegada de una nueva crisis. Cierto es que éstas cada vez revisten una forma algo diferente de la anterior; pero en esencia el mecanismo es siempre el mismo. Sin embargo, los agentes económicos, incluso los especialistas, incurren una vez tras otra en la ilusión de creer que por fin se ha dado con la fórmula mágica del crecimiento continuo. Así ocurrió hace ocho años con la crisis de las empresas tecnológicas (las famosas puntocom), hace 16 con el Sistema Monetario Europeo (que se pensó que era algo milagroso que garantizaba la estabilidad de las equivalencias monetarias aunque divergieran los niveles de inflación), etcétera.
Pero la gran pregunta es: ¿cuánto va a durar esta crisis? ¿Dice algo la Historia sobre eso? Lo único claro es que puede durar 10 años, como duró la “crisis del petróleo” de mediados de los setenta a mediados de los ochenta, o la “Gran Depresión” de los años treinta, o la crisis japonesa de los noventa. Cierto es que las más recientes que antes cité duraron menos, unos dos o tres años. Pero esta crisis lleva visos de ser duradera a nivel internacional porque existen graves incertidumbres acerca de los precios relativos de productos tan importantes como el petróleo y los alimentos, porque esta larga década precedente de bajos tipos de interés ha estimulado inversiones en sectores cuya viabilidad está ahora en entredicho y porque, tras las recientes catástrofes bolsísticas, llevará mucho tiempo reconstruir un sistema internacional de crédito, hoy en ruinas.
En contra de las afirmaciones optimistas de algunos políticos (cada vez menos), la perspectiva para España no puede ser halagüeña, en gran parte porque, incomprensiblemente, el Gobierno del partido socialista no ha sido consecuente con los diagnósticos que sus más distinguidos economistas habían hecho cuando estaban en la oposición, afirmando que el crecimiento económico basado en la construcción inmobiliaria estaba abocado tarde o temprano a una crisis como la que hoy padecemos. Y, sin embargo, una vez en el poder, muy poco se hizo para prevenir una crisis lúcidamente anunciada: ni frenar el gasto para aumentar el superávit en tiempos de bonanza, ni reformar las estructuras distributivas para mejorar la competitividad y moderar los precios, ni modernizar los centros de enseñanza superior e investigación para librarnos de la dependencia tecnológica y mejorar la productividad. El casto José fue más previsor.
Si queremos una recomendación eficaz para paliar futuras crisis, aquí va una: estudiar más Historia. Tiene mucho que enseñarnos.
Gabriel Tortella es catedrático emérito en la Universidad de Alcalá.



El voluntarismo político, de Gabriel Tortella en El Mundo
TRIBUNA: POLÍTICA
El autor analiza cómo los dirigentes tratan de adaptar la realidad a su visión del mundo, perjudicando a la sociedad. Recalca que el optimismo antropológico de Zapatero ha engendrado absurdas iniciativas económicas y diplomáticas.
Hace unos días oí decir a un médico muy competente, como si se tratara de algo atrevidísimo, que él seguía explicando a sus estudiantes que el sexo de cada persona venía determinado por los cromosomas de sus células. Esto es algo que yo había estudiado en los años lejanos de mi bachillerato, e ingenuamente le pregunté si es que nuevas investigaciones habían invalidado esta venerable teoría. «¡Qué va!», me dijo. «Es que el dogma imperante ahora dice que el sexo es de elección voluntaria; lo de los cromosomas x e y, aunque sea verdad, está muy mal visto». Vaya, me dije, la corrección política llega hasta la biología. Pero luego me acordé de Trofim Lysenko y me di cuenta de que la biología había estado sometida a la corrección política hace ya mucho tiempo.
El voluntarismo consiste en hacerse una imagen del mundo, o de una parte, tal como quisiéramos que fuera, investir esa imagen de un aura ética, y decidir en consecuencia que el mundo, o esa parte de la realidad, es como la imagen dicta y que, si hubiera discrepancia, la realidad debe adaptarse a la imagen y no al revés.
El voluntarismo tiene mucho de mesianismo, y es muy característico de una cierta izquierda, aunque, desde luego, no exclusivamente. Se encuentran casos a ambos lados del espectro político. El de Lysenko es paradigmático: biólogo y agrónomo soviético, atrajo la atención de Stalin cuando en los años de hambruna de los 30 afirmó que podía lograr enormes rendimientos de los cereales por medio de simples manipulaciones. Sus experimentos eran muy poco convincentes, pero Stalin quería creer que lograría el milagro agrario en la famélica Unión Soviética, tanto más cuanto que Lysenko afirmaba que su biología proletaria era superior a la ciencia burguesa.
Lysenko se convirtió en el amo de la botánica y la agronomía en Rusia, y por contradecirle fueron exiliados y murieron los mejores biólogos rusos, como Nikolai Vavílov, por ejemplo.
La estrella de Lysenko empezó a declinar con la muerte de Stalin en 1953, pero fue un ocaso lento. Sería interesante estudiar en qué medida contribuyó el voluntarismo de Stalin y Lysenko al estrepitoso fracaso de la agricultura soviética.
Otro caso de voluntarismo político nos lo ofrece el primer franquismo, que durante 20 largos años se obstinó en imponer la doctrina autárquica a la economía de un país pobre y atrasado. Caso parecido en el otro extremo del espectro ideológico es el que nos ofrece Mao TseTung, empeñado en revolucionar la revolución con saltos hacia adelante y revoluciones culturales, que costaron millones de vidas sin lograr progreso económico o social alguno en China.
Con menos drama, pero más cercanía, una facción de la izquierda española (y occidental) adolece de ese voluntarismo. Yo recuerdo un caso gracioso en Estados Unidos cuando el feminismo se obstinaba en afirmar la igualdad absoluta de los sexos. Ese empeño hizo fracasar la enmienda de la igualdad (Equal Rights Amendment), por la que las mujeres se negaron a votar al darse cuenta de que conllevaría baños compartidos en restaurantes y lugares públicos. Las teóricas beneficiarias de la igualdad se rebelaron contra ella.
Esta negativa a aceptar los hechos a veces tiene consecuencias chuscas, otras no tanto. La tan traída y llevada Alianza de Civilizaciones, por ejemplo, es un caso de voluntarismo fútil, probablemente inofensivo, aunque indudablemente caro. El pensar que unas prédicas y gestos insípidos y carentes de contenido van a resolver el pavoroso problema del choque de civilizaciones, recuerda al intento de Josué de parar el sol.
Llevamos unos seis años de Alianza de Civilizaciones y los indicios de que las luchas interétnicas se moderan brillan por su ausencia. Estos voluntarismos absurdos a veces perduran, como ocurrió con el lysenkismo, pero éste, afortunadamente, no parece que vaya a durar más allá de 2012.
La Alianza ésta, en todo caso, parece relativamente inocua. Mucho más peligroso es el voluntarismo económico. La economía y el mercado tienen sus reglas: es decir, las sociedades humanas resuelven de cierto modo sus problemas económicos y, como las realidades económicas resultan del comportamiento de millones, o más bien billones, de personas, el pretender remar contra corriente e imponer la propia voluntad a la economía, en especial desconociendo sus principios más elementales, puede tener consecuencias muy graves, como está a la vista de todos.
Pero para un Gobierno acostumbrado a imponer la igualdad de los sexos por decreto (con su correspondiente Ministerio), a llamar oficialmente a la guerra paz, a cambiar la Constitución sin observar el procedimiento establecido, a admitir que ha mentido cuando negó negociar con terroristas, a ignorar la realidad, en una palabra, con tan escaso coste político, el admitir la existencia de la crisis debía parecer una debilidad humillante, una degradación intolerable.
En vista de ello se habló de la fortaleza de la economía española y se siguió como si tal cosa, confiando en la proporción relativamente baja de la deuda pública y olvidando la enorme magnitud de la privada, que al fin y al cabo compromete igualmente al país.
En lugar de tomar medidas contra un desempleo creciente y amenazante se habló de política social y de no abandonar a los desfavorecidos, como si el seguro de desempleo fuera una dádiva que se debiera a la magnanimidad del Gobierno.
En virtud de una interpretación banal del revivido keynesianismo, se emprendió un plan de gasto público, el malhadado Plan E, cuyo principal objetivo no era otro que llenar España de carteles de apenas velada propaganda gubernamental. No se hizo ningún estudio acerca del impacto del plan sobre el empleo, y si se hizo, el chasco fue considerable, porque el empleo siguió cayendo.
Es evidente que no se realizó un análisis serio de los posibles destinos alternativos de los fondos destinados al plan. Y en virtud de la política negacionista se confeccionó un presupuesto para 2010 que nació muerto, porque las estimaciones de crecimiento en que se basaba eran pura fantasía voluntarista, pero que permitía seguir gastando alegremente y sobornar a las comunidades autónomas.
Por último, para llevar a cabo sin trabas esta serie de absurdos, el Gobierno se deshizo de un ministro de Economía que, sin ser hombre de gran firmeza, sí estaba claramente alarmado por la deriva de la política económica que pretendían imponerle. En su lugar se puso a una persona sin ninguna experiencia en la materia y dispuesta a actuar al dictado del voluntarista supremo.
Pero los voluntaristas, a la larga, se estrellan contra el muro de la realidad. La contumaz persistencia en el error sembró la duda en los mercados internacionales, y los problemas de otros países de la zona euro repercutieron en España. La desconfianza es contagiosa, y más en finanzas. Entonces se encontró un chivo expiatorio: los especuladores. Por un momento pareció que echándoles la culpa a ellos podríamos seguir ignorando la realidad.
Pero por fin el sueño del optimista antropológico fue rudamente interrumpido por los que él llamaba colegas y amigos, Sarkozy, Merkel y Obama, que le hicieron poner los pies en la tierra y reconocer lo desesperado de una situación a la que durante tres años dio la espalda.
«Es la economía, estúpido», le vinieron a decir. La conjunción planetaria resultó un choque de voluntades y un giro copernicano; la Alianza de Civilizaciones quedó para mejor ocasión. A regañadientes hubo que dar marcha atrás y hacer pagar a los que no estaban en paro por los errores del delirio voluntarista.
«Siempre pagamos los mismos», dirá el lector. Desde luego, pero una duda persiste: ¿hemos abandonado el voluntarismo, o se trata de una añagaza más para volver a las andadas a la primera ocasión?
Gabriel Tortella es profesor emérito en la Universidad de Alcalá. Sus últimos libros son Los orígenes del siglo XXI y Para comprender la crisis (con Clara E. Núñez).

http://www.elpais.com/articulo/opinion/Quien/tiene/culpa/crisis/elpepiopi/20090228elpepiopi_5/Tes
TRIBUNA: GABRIEL TORTELLA
¿Quién tiene la culpa de la crisis?
GABRIEL TORTELLA 28/02/2009



Las recriminaciones se suceden: que si la culpa la tuvo Bush, que si la tuvieron los banqueros, que si los constructores, que si el Gobierno, que si la tuvimos todos por gastar tanto y no ahorrar, etc. Ha habido acusaciones para todos los gustos y no habría espacio aquí para examinarlas todas. A lo que quiero referirme ahora es a varios artículos aparecidos en estas páginas atribuyendo al sistema de mercado la responsabilidad y propugnando un reequilibrio en favor del sector público, es decir, recomendando que aumente la intervención del Estado en la economía para que no se vuelvan a producir catástrofes económicas del tamaño de la que estamos viviendo y sufriendo.
La orgía consumista y bélica de Estados Unidos fue financiada por China
Es cierto que los mercados financieros puede ser inestables y necesitan regulación; pero también es cierto que esa regulación ya existe en todos los países desarrollados desde hace mucho tiempo. El control y regulación de los mercados corresponde a varios ministerios: el de Sanidad y Consumo, el de Industria, etc.; sobre los mercados financieros velan el de Hacienda y/o el de Economía, los bancos centrales y un número considerable de organismos especializados -en España, la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV); en Estados Unidos, la Securities and Exchange Commission (SEC), pero hay otros varios comités de vigilancia dependientes del Gobierno y del Congreso, además, por supuesto de la FED (la Reserva Federal, el banco central estadounidense)-. Ante esta maraña de organismos reguladores uno se pregunta si lo que falló fue el mercado o si más bien fallaron los encargados de corregir los fallos del mercado.
En Estados Unidos el anterior presidente de la FED, Alan Greenspan, ya ha entonado el mea culpa a raíz de unas informaciones periodísticas que detallaban cómo se negó a escuchar las numerosas advertencias de algunas agencias federales y de algunos legisladores (entre otros, John McCain) acerca de la irresponsabilidad con que se estaban financiando y comercializando las tristemente célebres hipotecas basura. Es verdad que la falta de rigor con que se concedían estas hipotecas se debía, en parte, a instrucciones del Gobierno de Bill Clinton, motivadas sin duda por el deseo de favorecer a las clases humildes; pero la Administración Bush no hizo nada por corregir esta política heredada. Otro fallo, esta vez de la SEC, permitió que la agencia de Madoff siguiera operando varios años después de que hubiera graves denuncias. Cosas parecidas habían ocurrido antes con Bear Stearns, con Lehman Brothers, etc. Fue gran responsabilidad de Greenspan el haber favorecido que un país con la bajísima tasa de ahorro que tiene Estados Unidos disfrutara largamente de bajísimos tipos de interés, algo que se podía permitir porque había países dispuestos a prestarle pese a la baja remuneración que los préstamos obtenían.
El principal prestamista de Estados Unidos era China. Se daba la escandalosa anomalía de que este país pobre (pese a su rápido crecimiento), con una renta por habitante de unos 1.800 euros, financiara masivamente al país más rico del mundo. Esto se debía a que de nuevo había aquí intervención estatal para evitar el normal funcionamiento de los mercados. Los chinos financiaban la orgía consumista y bélica de Estados Unidos para no revaluar su moneda, que hubiera sido la consecuencia lógica de su gigantesco superávit comercial. Para mantener a sus trabajadores ocupados, China tenía que vender a precios muy competitivos; invirtiendo en dólares su superávit, mantenía el yuan bajo y el dólar alto, con lo que su competitividad se sostenía. Así, bloqueando los mecanismos de mercado cuyas consecuencias les resultaban desagradables (reducción del consumo estatal y privado en Estados Unidos, amenaza al empleo industrial en China), los Gobiernos de ambos países estaban cebando una bomba que tarde o temprano tenía que estallar. La osadía de ciertos banqueros y agentes de Bolsa estadounidenses hicieron el resto.
Aunque a regañadientes, Europa se vio arrastrada al peligroso jueguecito: ante los bajos tipos de interés norteamericanos, el Banco Central Europeo no podía subir los suyos, para no elevar la cotización del euro, poniendo en peligro la competitividad de la industria. Cuando Jean-Claude Trichet se resistía a bajar los tipos se le criticaba acerbamente. Y así Europa también se deslizó por el vertiginoso tobogán de los bajos intereses. Con el Euríbor por los suelos todo el mundo podía comprarse una casita, e incluso un castillo en España. Y también aquí los órganos de intervención miraron para otro lado e hicieron gala de indulgencia benévola ante una euforia económica que prometía un gran éxito en las cercanas elecciones, pese a las advertencias en estas páginas (21-02-2004) del hoy gobernador del Banco de España.
Todo esto arroja serias dudas sobre la conveniencia de dar más poder a los políticos en el funcionamiento de los mercados. Y si volvemos la vista atrás e indagamos en las causas de la Gran Depresión de la década de 1930 también encontraremos políticos incompetentes y electoreros compartiendo la responsabilidad con banqueros y agentes desaprensivos.
La historia se repite, y los que menos la conocen son los que más la repiten.
Gabriel Tortella es catedrático emérito en la Universidad de Alcalá.

No hay comentarios: